En un
remoto país perdido entre árboles y brumas, en un tiempo que no era tiempo,
cuando el mundo era aún un inmenso jardín sin estrenar, vivían unos seres
etéreos y diminutos, pequeños como un pulgar, de piel suave y rosada y rostro
delicado como el de un querubín. Tenían en su espalda unas alas volátiles y
transparentes tan livianas que parecían de tul. Con ellas se desplazaban
jugueteando entre las ramas de los arbustos, mientras transportaban a sus
respectivas cuevas las semillas y bayas que les servían de alimento.
Durante
la estación calurosa, cuando el bosquecillo en que vivían se cubría de una
alfombra de flores y los días eran más luminosos e intensos estos seres
diminutos eran especialmente felices. Era la época de la alegría y la
abundancia, en la que nacían la mayoría de los bebés y también la de los juegos
despreocupados y los baños en el riachuelo cercano, con gran alboroto de los
jóvenes que allí descubrían por primera vez el amor.
Por eso,
cuando llegaban las primeras lluvias y los días se iban acortando, nuestros
diminutos amigos comenzaban a sentirse un poco tristes y alicaídos. En la
estación fría, la vida cambiaba para ellos. Como dejaban de percibir el calor
del sol en su piel y la luz se escapaba tan pronto entre las ramas, sabían que
era el momento de abandonar sus diversiones y sus juegos y de retirarse a sus
guaridas para intentar aislarse de las tormentas, las bajas temperaturas y la
nieve. Era una estación larga y solitaria, muy dura para unos seres tan pequeños
para quienes lo más placentero era pasar el día al aire libre recibiendo la
caricia de los rayos del sol.
Una de
las que peor llevaba el invernal encierro era la joven Mirra. Tal vez por su
juventud, o porque su temperamento era más nervioso, no podía parar quieta en
su cueva. Todos los días, a pesar del frío, salía envuelta en hojas secas al
exterior intentando adueñarse del tibio resplandor del sol mientras en su
pensamiento le suplicaba al astro rey que en esa ocasión se quedara un poco más
para que la noche no fuera tan larga. Y así, jornada tras jornada, la joven se
asomaba al bosquecillo con la esperanza de que la luz no se le escapara tan pronto por el horizonte. Hasta
que un día, una tarde, se dio cuenta de que sus anhelos empezaban a hacerse
realidad. ¡El sol había empezado a retrasar su partida! La noche ya no sería
tan larga. En ese combate que la pequeña Mirra imaginaba entre las tinieblas y
la luz, esta tímidamente comenzaba a ganar la partida.
Y Mirra
se puso muy contenta. Empezó a cantar y a bailar, olvidándose casi del frío y
de la nieve, mientras corría guarida por guarida dando la buena nueva a todos
los que como ella deseaban la llegada de la luz.
Entonces
estos seres diminutos hicieron una gran fiesta. El motivo no era para menos: la
luz estaba venciendo. Las tinieblas se retiraban y daban paso al sol. Para
animarle, encendieron fuegos, prendieron pequeñas teas de los arbustos y
adornaron con guirnaldas de acebo y hojas secas sus moradas. ¡Que la luz
llamara a la luz! Sacaron lo mejor de
sus provisiones para compartir un rico festín y pasaron la noche entre
canciones, bromas y bailes. No importaba el frío, la nieve era hermosa esa
madrugada. Los pequeños seres alados estaban tan felices como cuando las flores
crecen por el prado y los frutos cuelgan de las ramas. Lo estaban tanto que,
para demostrarse su cariño y la amistad que los unía, empezaron a hacerse
pequeños presentes, regalos sencillos que se entregaban unos a otros
ilusionados y cuyos primeros destinatarios, como suele suceder, fueron los
niños, auténticos protagonistas de los festejos con sus juegos y sus risas, que
hacían que los adultos por unas horas tuvieran su mismo espíritu infantil.
Así cada
año, cuando en el eterno retornar de las estaciones el sol inicia su anual
victoria en el solsticio, los seres humanos también celebramos de algún modo
nuestra alegría vistiendo de luces la noche oscura y, a la manera de la pequeña
Mirra, festejamos en medio del invierno el nacimiento de una nueva luz que nos
recuerda que tras las tinieblas siempre renace la esperanza.
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