Atrás había quedado la primavera y la estación cálida
avanzaba allá en tierras del Gran Norte. El mar, en otras épocas frío y
embravecido, mostraba estos días su cara más amable, mientras que el sol,
abandonando su invernal timidez, se deleitaba en acariciar estas regiones con
sus rayos. Las tardes eran más largas y en el cielo, aves de todos los plumajes
rivalizaban por cortar el aire con la navaja afilada de sus vuelos.
Fue entonces cuando se vieron por primera vez. El uno fuerte,
robusto y contundente, ágil y ligero el
otro, pero ambos muy jóvenes, casi polluelos todavía, osados y
temerarios en su recién estrenada adultez. Al primero le llamó la atención
aquel pequeño ser alado que como negra flecha se lanzaba veloz al aire sorteando
entre virajes cualquier obstáculo. Y el segundo se asombró ante aquella
magnífica criatura blanca que parecía flotar con sus inmensas alas extendidas.
Eran los dos tan jóvenes, conocían aún tan poco mundo que no podían menos que
admirarse ante cualquier descubrimiento, pero también eran todavía espíritus
puros en su inocencia y en ellos no tenían cabida ni miedos ni prejuicios.
Por eso, después de aquel su primer encuentro no pudieron
dejar de buscarse. Al principio se conformaban con observarse de lejos y, o
bien la golondrina se paraba a descansar en alguna cornisa cercana a la costa,
o era el albatros quien la miraba desde el acantilado. Así, poco a poco, iniciaron
un curioso acercamiento. Nunca antes se había visto a dos aves tan distintas
interesarse la una por la otra, intentar aproximar sus territorios y danzar
juntas entre los brazos del viento del sur, pero ellos, ajenos por completo a
tales consideraciones, terminaron por transformar su atracción en amistad.
Así, la pequeña y en apariencia frágil golondrina pasó
todo el verano al lado del enorme y poderoso albatros. Pero los días fueron
acortando sus horas y el sol dejó de brillar con la misma intensidad. Entre los
últimos suspiros del viento del sur se escapaba el verano y las bandadas de
golondrinas se preparaban para lo que sería la primera migración de nuestra
amiga. Al contrario que los albatros, que surcan desafiantes invernales
tempestades, ellas no pueden vivir sin el calor del sol y por eso tienen que
cruzar continentes siguiendo la estela de la primavera. Pero ni la golondrina
ni el albatros estaban dispuestos a que esa circunstancia pusiera tierra por
medio a su amistad.
Pasaban los días y la golondrina no se incorporaba a
ninguna de las bandadas que ponían rumbo al sur. Era joven e inexperta, nunca
antes había realizado tan largo viaje y sabía que no podría emprenderlo en
solitario. Cada jornada que transcurría estaba más confusa y abatida. No
deseaba partir, pero su cuerpecillo empezaba a resentirse por los rigores del
frío. Si se quedaba no podría soportarlo pues las bajas temperaturas
terminarían por matarla. El albatros intentaba abrigarla con el abrazo de sus
alas, pero ni siquiera la calidez de sus plumas bastaba a la avecilla.
Por eso, cuando la última bandada de golondrinas se
disponía a comenzar su viaje, el albatros tomó una determinación: ambos
volarían en busca de las tierras calientes del sur. Si la golondrina era un ser
delicado que no podía aclimatarse al Gran Norte, los albatros son fuertes y
pueden soportar mejor las inclemencias, luego era él quien debía partir a su
lado.
Y dicho y hecho, la golondrina y el albatros se unieron a
la bandada para, juntos, encontrar las tierras cálidas del sur.
Pero un albatros no es una golondrina. Un albatros es
fuerte y sabe mecerse al son de la borrasca, flotar entre temporales y desafiar
al frío, sin embargo lo ignora todo sobre migraciones, magnetismo terrestre o
vuelo en formación. Y es precisamente su envergadura, son sus alas poderosas y
su corpulencia lo que le impide avanzar junto a esas saetas aladas que son las
golondrinas. Por eso, por mucho que lo intentó, el albatros no pudo seguir a la
bandada. Cuando ellas avanzaban raudas, el flotaba majestuoso y quieto entre
las corrientes. No, el albatros no puede emigrar con las golondrinas, lo mismo
que estas no pueden quedarse en el frío Norte con los albatros. Ambos lo
descubrieron en ese momento. Pero también descubrieron que si no eran iguales
tampoco lo habían necesitado para ser amigos, porque eran precisamente por esas
diferencias por lo que se habían sentido atraídos. No había razón alguna para
que dejaran de ser lo que la madre naturaleza había querido que fueran.
Las despedidas son tristes, sobre todo cuando son mares y
continentes los que separan a los amigos, pero el tiempo se desliza con rapidez
y los ciclos se repiten, por eso en la estación cálida, cuando el sol pierde su
timidez y el mar se remansa, volvieron las golondrinas al Gran Norte. Y una
enorme hembra de albatros que empollaba su primer huevo recibía todos los días
en su nido la visita de un pequeño macho de golondrina que siempre encontraba
tiempo, cuando salía a buscar alimento para sus crías, para deleitarla con su
vuelo de saeta como cuando ambos, jóvenes y despreocupados, forjaron una
amistad capaz de superar todos los
inviernos.
Hermoso canto a la amistad.
ResponderEliminarQue bonita historia en forma de fabula ¡me ha encantado!
ResponderEliminarBello. Muy interesante leerte. Envíame tu correo para enviarte mis poemas. anarosabustamante@gmail.com
ResponderEliminarhttp://itinerariosparanaufragos.blogspot.com
Abrazos desde Valdivia sur de Chile.