Desde que inicié mi experiencia
de vida compartida con alguien que vino de “lejos” (y ese lejos mide algo más
que la distancia geográfica) he tenido que enfrentar y enfrentarme con tópicos
y prejuicios ajenos, pero sobre todo, propios. Convivir en pareja exige siempre
un esfuerzo de acercamiento, respeto y comprensión mutuos, y amor, grandes
dosis de cariño. Pero cuando esa pareja la constituyen personas que provienen
de universos culturales distintos, esas constituyen las palabras mágicas de su
peculiar encantamiento, los ingredientes para cocinar jornada a jornada un
sabroso guiso que se comienza a elaborar sin receta previa, sin modelos, a
sabiendas de que a veces la intuición falla y hay que enmendar el punto de sal,
sopesar mejor las especias, y, continuando con la metáfora culinaria, aligerar
el fuego para que no se pegue o avivar más la candela para que no quede crudo,
sin perder de vista que en algunos momentos harán falta unas gotas de perdón y
comprensión para que el resultado final nos deje el aroma de un sabor nunca
antes degustado. Y os aseguro que el resultado merece la pena. Enfrentarse al
otro, al diferente, no es más que enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestros
miedos y fantasmas, a nuestras inseguridades y temores. La persona que
consideramos diferente (porque a poco que ahondemos nos daremos cuenta de que
son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan) nos confronta,
para llegar hasta su ser hay que lanzarse sin red, perder los asideros, y no
siempre estamos en disposición de ello.
Pude
comprobarlo por mí misma en los comienzos de mi relación de pareja. En aquellos
años yo me preciaba de conocer bien Marruecos, y de haber contagiado a mucha
gente mi pasión por ese país, habiendo llevado a algunas de mis amistades
reacias por los tópicos y el miedo a lo desconocido, que si bien partían con la
maleta saturada de recelos y desconfianza, volvían con sobrepeso de
satisfacciones y bellos recuerdos. Pero lo que no caía en la cuenta era que en
realidad el Marruecos que yo conocía no era otro que el de la comunidad
española allí residente, el de mi familia, por más que sobre él proyectara una
mirada crítica y anhelante de conocer algo más, algo que estuviera exento de
ese cierto aire de superioridad mezclado con una forma de apego inexplicable y
visceral, de esa extraña mezcolanza entre asimilación y prurito incesante de
diferenciación. Sin darme cuenta, y a pesar de mi afán de conocimiento,
yo también caía a veces en esa aberración etnocéntrica y colonial que todo
occidental lleva incorporada, por más que nos empeñemos en luchar contra ella.
Sin embargo, el conocimiento de esa otra cara oculta, ese paso a través del
espejo para conocer la otra parte no la realizaría sino con la inmersión
profunda en esa realidad, viviendo y conviviendo con sus gentes, abriendo mi
corazón y mi mente a ellos de la mano de mi pareja. Fue sólo entonces cuando
traspasé esa simbólica frontera que para mí representaba, en los paseos por la
medina tetuaní acompañada de una de mis sobrinas pequeñas, la esquina de la
mujer de la hierbabuena, lugar hasta el que me aventuraba en mis correrías, ya
que más allá, el dédalo intrincado de callejas se tornaba para mí laberinto
inexpugnable.
Ese
traspaso simbólico, ese adentrarme en un universo antes tan ajeno a mí, supuso
un despojarme, y despojarse no es fácil. Ahí pude darme cuenta de que yo, como
todo el mundo, también tenía prejuicios, también podía llegar a incomodarme, a
sentir desasosiego ante lo que se salía de mis habituales esquemas mentales, de
lo que consideraba convicciones inamovibles. Habitualmente, dado a que nuestra
mente está malacostumbrada a pensar en términos binarios, tendemos a ver la
realidad compuesta de polos antagónicos e irreconciliables, por lo que solemos
entender las identidades culturales en clave de confrontación de antónimos, y
todo aquello que no pertenece a nuestro universo, lo entendemos como ajeno y
contrario. Así, a lo más que podemos llegar en nuestras relaciones con la
diversidad es a una especie de multiculturalismo estanco, en donde cada cual
está en su lugar, en su gueto-burbuja, del que es imposible salir, so pena de
asimilarse y diluirse en la pérdida de la propia identidad. Desde esta
concepción, realidades como las mal llamadas parejas “mixtas” serían o
bien una entelequia condenada al fracaso, pues obligatoriamente deberían pasar
por la asimilación de uno de los miembros al otro, o, por el contrario, un
atrevimiento inconcebible en virtud del cual sus componentes se verían abocados
a vivir en una tierra de nadie, simbólicamente repudiados por sus comunidades
de origen. Vistas así las cosas, el multiculturalismo sería una especie de mal
menor, una aceptación de la presencia del otro/a, incluso un gusto por sus
algunas de sus costumbres consideradas como exóticas, siempre y cuando se quede
en su sitio y no traspase los límites tácitamente acordados. ¡Qué rico el
cuscús y qué bueno el té con hierbabuena, pero que los moros que se queden en
sus barrios y a mis hijos que no les toque ese cole donde hay tantos
inmigrantes!
Sin
embargo, es posible otra mirada. Desde una visión más amplia que supere los
dualismos propios del pensamiento patriarcal y con una disposición más libre al
diálogo y la comunicación, “enredándonos”, como antes os decía, en relaciones
interpersonales cercanas, que nos hagan oponer ese conocimiento empírico a
nuestros propios prejuicios, relativizando todo lo relativizable, que son
muchas más cosas que las que pensamos, consiguiendo la amplitud de miras y la
humildad suficiente como para aprender unas personas de otras, es como iremos
dando pasos hasta llegar a lo que sería la verdadera interculturalidad, que no
pasa ni por la asimilación ni por el aislamiento, sino por el mantenimiento de
la propia identidad pero tamizada y enriquecida por todos aquellos elementos
culturales ajenos que nos sirven para crecer, para llegar a ser seres humanos
más plenos y felices.
Sirva
este tocho que hoy os he soltado de
introducción de lo que serán nuevas entregas. Prometo no volver a aburriros con
extensas reflexiones, porque en ellas os hablaré de mi vida junto al Califa y de las anécdotas de nuestro Emir y nuestra Emira, que os aseguro que algunas son muy jugosas y os harán pasar
un buen rato con nuestras aventuras y, ¿por qué no?, también con nuestras
desventuras, que alguna ha habido en este caminar de la mano que hace ya
bastantes años que comenzó.
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