A mi amiga
la poeta Ana Santaella y a sus dos alegres y ruidosos perritos, Tayro y Nina, y a su perra Tula,
en el Arcoíris.
En una aldea perdida entre montañas en la que el
invierno era de verdad invierno por lo que sus gentes esperaban con impaciencia
el florecer de la primavera, vivía un diminuto perrito juguetón, de largo pelo
suave caramelo y plateado, alegre y ladrador. A Tayro, que por tal nombre respondía nuestro amigo, lo conocían
todos en la pequeña población, pues gustaba de pasear con su fiel compañera Nina por las callejas que conducían al
campo, moviendo los dos coquetos sus colas y saludando con sus voces
estridentes a los vecinos con los que se encontraban.
Sí, Tayro lo
tenía todo para ser feliz: su dueña, una mujer cariñosa y amable que cuidaba de
Nina y de él con mimo, una casita
confortable en la que vivir, un pueblo tranquilo por el que pasear con libertad
y sin miedo y buenos amigos, tanto
caninos como humanos e incluso algún felino, ya que su reducido tamaño hacía
que los gatos lo vieran como uno de ellos y no se mostraran recelosos ante él.
Sin embargo había algo que al pequeño y cascabelero Tayro traía preocupado, una inquietud, un deseo por cumplir que hacía
que su vida no estuviera completa: el sueño de nuestro amigo era trabajar al
lado de los bomberos como perro de rescate.
Los había visto, siendo todavía un cachorro, un día
que se produjo un hundimiento en una mina cercana. Pasaron por el pueblo,
orgullosos, resueltos, acompañando a aquellos valerosos hombres y mujeres
vestidos de uniforme. Y después había oído cómo todos comentaban lo valientes y
listos que eran aquellos canes gracias a los cuales los mineros habían podido
ser rescatados con vida. Eso se grabó a fuego su cabecita y desde entonces se
convirtió en su objetivo.
Cuando comentaba sus inquietudes con los otros perros
del vecindario, sólo su querida Nina
lo apoyaba y comprendía. Un pastor alemán, que vivía en una parcela de las
afueras, se burlaba de él cada vez que pasaba por el lugar en donde se sentaba
a tomar el sol y Tula, una perra de
largas orejas y pelo rizado, se reía de sus pretensiones con un despectivo:
“¿Bombero tú? Si no levantas dos palmos del suelo…” Por eso Tayro se sentía muy desdichado. Salvo su
amiga, nadie creía en él, todos le quitaban las esperanzas y su sueño cada vez
se diluía más lejano.
Pero sucedió. Una mañana de verano mientras nuestro
amigo y su compañera hacían su ronda habitual, oyeron un tumulto de voces y
vieron cómo todos los habitantes de la aldea corrían hacia la carretera. Fue
precisamente Tula la que les informó
de que Andrés, el travieso nieto de Maruja, había caído en uno de los pozos de
la mina abandonada y se encontraba atrapado. “Y ahora vendrán tus amigos los de
rescate”, añadió con sorna mirando a Tayro
con una risilla disimulada en sus ojos color miel.
Y así fue. Volvieron de nuevo los admirados bomberos
y con ellos trajeron a sus inteligentes compañeros de fatiga, los perros de
rescate. En esta ocasión Tayro ya no
era un cachorro en las faldas de su dueña. Había crecido y podía correr junto a
Nina hasta la vieja mina. Estaba
emocionado, ¡vería trabajar a sus héroes! ¡Ay, si pudiera ser como ellos!
Cuando Nina
y Tayro llegaron a la mina, los canes
estaban en plena faena. Pronto encontraron el lugar exacto donde se encontraba
atrapado el niño y lo marcaron con sus señales para que sus colegas humanos
pudieran empezar a trabajar. Afortunadamente Andrés se encontraba ileso, pero
estaba aterrado, muerto de miedo y con unas ganas terribles de salir del
agujero, por lo que uno de los bomberos intentaba, sin éxito, hacer llegar su
voz hasta el chiquillo para tranquilizarle y, contándole historias, hacerle más
llevaderas las horas necesarias para que sus compañeros pudieran completar el
operativo y rescatarle. “Imposible”, dijo a una de las compañeras se acercó a
la boca del pozo para comprobar algunos aspectos del dispositivo, “el chiquillo
no para de gritar y ahí dentro sólo resuenan sus lamentos y sus lloros. Está
fuera de sí, ¡pobrecito!”
Entonces fue cuando Tayro vio que era su momento de intervenir. Llamó a Nina y ambos se pusieron delante de los
bomberos para intentar llamar su atención. Fue la chica la que comprendió lo
que ambos perritos querían decirles. Ellos tenían el tamaño adecuado para
entrar por el agujero al pozo y con su
compañía, llevar a Andrés la calma suficiente para afrontar la involuntaria
aventura que estaba viviendo.
Tayro y Nina se
convirtieron de este modo en los pequeños mensajeros de los ánimos y el calor
que Andrés necesitaba. Ambos recorrieron varias veces el túnel del derrumbe
con alimentos y golosinas colgados de
sus minúsculos cuellos, que eran más fuertes de lo que pudiera parecer, así
como con escritos de aliento a los que
el niño respondía, pero siempre había uno de los dos a su lado haciendo con sus
gracias y sus mimos que el tiempo pasara más rápido. Cuando por fin los
esforzados bomberos llegaron hasta el niño, se los encontraron a los tres
durmiendo plácidamente abrazados.
La responsable de la unidad que se había encargado
del rescate felicitó con caricias y palmadas a los valerosos perritos y colocó
en nombre de todos sus compañeros un pin de la brigada en cada uno de sus
collares a manera de condecoración mientras alababa su decisión y valentía
y les prometía que les tendría en cuenta
cuando los necesitaran.
Como a pesar de socarrona era de buena pasta, la
primera en felicitarlos fue Tula,
seguida del viejo pastor alemán, quien además reconoció con nobleza que no
habría tenido valor para introducirse por el pozo bajo tierra.
A mi amiga
la poeta Ana Santaella y a sus dos alegres y ruidosos perritos, Tayro y Nina, y a su perra Tula,
en el Arcoíris.
Sí, Tayro lo
tenía todo para ser feliz: su dueña, una mujer cariñosa y amable que cuidaba de
Nina y de él con mimo, una casita
confortable en la que vivir, un pueblo tranquilo por el que pasear con libertad
y sin miedo y buenos amigos, tanto
caninos como humanos e incluso algún felino, ya que su reducido tamaño hacía
que los gatos lo vieran como uno de ellos y no se mostraran recelosos ante él.
Sin embargo había algo que al pequeño y cascabelero Tayro traía preocupado, una inquietud, un deseo por cumplir que hacía
que su vida no estuviera completa: el sueño de nuestro amigo era trabajar al
lado de los bomberos como perro de rescate.
Los había visto, siendo todavía un cachorro, un día
que se produjo un hundimiento en una mina cercana. Pasaron por el pueblo,
orgullosos, resueltos, acompañando a aquellos valerosos hombres y mujeres
vestidos de uniforme. Y después había oído cómo todos comentaban lo valientes y
listos que eran aquellos canes gracias a los cuales los mineros habían podido
ser rescatados con vida. Eso se grabó a fuego su cabecita y desde entonces se
convirtió en su objetivo.
Cuando comentaba sus inquietudes con los otros perros
del vecindario, sólo su querida Nina
lo apoyaba y comprendía. Un pastor alemán, que vivía en una parcela de las
afueras, se burlaba de él cada vez que pasaba por el lugar en donde se sentaba
a tomar el sol y Tula, una perra de
largas orejas y pelo rizado, se reía de sus pretensiones con un despectivo:
“¿Bombero tú? Si no levantas dos palmos del suelo…” Por eso Tayro se sentía muy desdichado. Salvo su
amiga, nadie creía en él, todos le quitaban las esperanzas y su sueño cada vez
se diluía más lejano.
Pero sucedió. Una mañana de verano mientras nuestro
amigo y su compañera hacían su ronda habitual, oyeron un tumulto de voces y
vieron cómo todos los habitantes de la aldea corrían hacia la carretera. Fue
precisamente Tula la que les informó
de que Andrés, el travieso nieto de Maruja, había caído en uno de los pozos de
la mina abandonada y se encontraba atrapado. “Y ahora vendrán tus amigos los de
rescate”, añadió con sorna mirando a Tayro
con una risilla disimulada en sus ojos color miel.
Y así fue. Volvieron de nuevo los admirados bomberos
y con ellos trajeron a sus inteligentes compañeros de fatiga, los perros de
rescate. En esta ocasión Tayro ya no
era un cachorro en las faldas de su dueña. Había crecido y podía correr junto a
Nina hasta la vieja mina. Estaba
emocionado, ¡vería trabajar a sus héroes! ¡Ay, si pudiera ser como ellos!
Cuando Nina
y Tayro llegaron a la mina, los canes
estaban en plena faena. Pronto encontraron el lugar exacto donde se encontraba
atrapado el niño y lo marcaron con sus señales para que sus colegas humanos
pudieran empezar a trabajar. Afortunadamente Andrés se encontraba ileso, pero
estaba aterrado, muerto de miedo y con unas ganas terribles de salir del
agujero, por lo que uno de los bomberos intentaba, sin éxito, hacer llegar su
voz hasta el chiquillo para tranquilizarle y, contándole historias, hacerle más
llevaderas las horas necesarias para que sus compañeros pudieran completar el
operativo y rescatarle. “Imposible”, dijo a una de las compañeras se acercó a
la boca del pozo para comprobar algunos aspectos del dispositivo, “el chiquillo
no para de gritar y ahí dentro sólo resuenan sus lamentos y sus lloros. Está
fuera de sí, ¡pobrecito!”
Entonces fue cuando Tayro vio que era su momento de intervenir. Llamó a Nina y ambos se pusieron delante de los
bomberos para intentar llamar su atención. Fue la chica la que comprendió lo
que ambos perritos querían decirles. Ellos tenían el tamaño adecuado para
entrar por el agujero al pozo y con su
compañía, llevar a Andrés la calma suficiente para afrontar la involuntaria
aventura que estaba viviendo.
Tayro y Nina se
convirtieron de este modo en los pequeños mensajeros de los ánimos y el calor
que Andrés necesitaba. Ambos recorrieron varias veces el túnel del derrumbe
con alimentos y golosinas colgados de
sus minúsculos cuellos, que eran más fuertes de lo que pudiera parecer, así
como con escritos de aliento a los que
el niño respondía, pero siempre había uno de los dos a su lado haciendo con sus
gracias y sus mimos que el tiempo pasara más rápido. Cuando por fin los
esforzados bomberos llegaron hasta el niño, se los encontraron a los tres
durmiendo plácidamente abrazados.
La responsable de la unidad que se había encargado
del rescate felicitó con caricias y palmadas a los valerosos perritos y colocó
en nombre de todos sus compañeros un pin de la brigada en cada uno de sus
collares a manera de condecoración mientras alababa su decisión y valentía
y les prometía que les tendría en cuenta
cuando los necesitaran.
Como a pesar de socarrona era de buena pasta, la
primera en felicitarlos fue Tula,
seguida del viejo pastor alemán, quien además reconoció con nobleza que no
habría tenido valor para introducirse por el pozo bajo tierra.
Precioso relato con una gran moraleja.
ResponderEliminar