Siempre fue sensible al dolor ajeno, pero cuando fue madre mucho más. Le
dolía cuando veía niños pasarlo mal, hasta tal punto que dejó de ver las
noticias, de leer los periódicos, de mirar la televisión. Imágenes habían
quedado impresas en su mente, y durante años y años varias historias fueron
recurrentes en sus recuerdos, como fantasmas que ni el tiempo podía ahuyentar.
Con los años aprendió a vivir con esos sucesos rondándole la mente, a veces
los alejaba unos días y otras veces los recordaba hasta que se convertían en
algo que podía tragar y digerir durante un rato, hasta la próxima vez.
Un día una amiga le comentó que había visto una niña pequeña, apenas un
bebé, con sus padres en un centro comercial. La madre hablaba a la niña con
dureza, con crueldad incluso, y se había quedado mal durante todo el día.
Normal para alguien que es madre y que es persona, que sufre cuando los demás
sufren, y más en el caso de un niño.
Por la noche, amamantaba a su hijo en silencio, en la cama, acostados
juntos. Luego se durmieron abrazados y al rato despertó. Le miró, sus rizos
suaves, su respiración pausada, sus pestañas rizadas. Le besó, pensando en esa
niña que quizá dormía también pero puede que no se sintiera tan feliz, tan
segura, tan querida. Y al besarle otra vez, envió mentalmente un beso a esa
niña, estuviera donde estuviera, para que aún dormida, lo recibiera y fuera
consuelo en medio de sus sueños.
Y dicen que un ángel escuchó ese pensamiento y desde entonces, cada beso
que una madre da a su hijo es multiplicado y enviado a todos los niños que
sufren en el planeta, mientras duermen, para que sean sanadores y reparadores
de daños, para que alimenten sus sueños y den vida a sus esperanzas. Para ser
consuelo en medio de la aflicción y crear seres humanos más felices y justos.
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