"Si tú volvieras, serías el secreto de una eterna primavera"
Una última mirada hacia la sala de recepción, apagó las
luces y salió a la calle. Cruzó el pequeño jardincito, pensó vagamente en lo
bonita que quedaba esa especie de hiedra y lo fea que les había parecido a
todos cuando la plantaron: "Como si fueran patatas", había dicho un
compañero. Pero ahora quedaba bonita.
Subió a su pequeño coche, arrancó y enfiló la avenida hacia
su casa. Era de noche, noche cerrada, más de las 10, la calle estaba semi
desierta, hacía frío pero era agradable sentir alguna cosa. Se sentía triste,
como casi siempre desde hacía meses. Sin fuerzas, sin ánimos de nada. Sin ganas
de comer, ni de ver gente, ni mucho menos de trabajar. Sólo ganas de dormir,
pero aún así sólo podía dormir dos horas y luego despertaba con la misma
angustia de hacía meses. Y quedaba desvelada toda la noche, con esa sensación
de gato abandonado y una pregunta en el cerebro: ¿Por qué? Por qué?
Distraída, torció a la izquierda una calle antes y entonces
la vio... allá arriba, en la suave colina que limitaba su ciudad por el oeste,
la gran iglesia, con la silueta iluminada. La iglesia que tiene un gran Cristo
en su parte superior, a semejanza del Cristo inmenso de Rio de Janeiro. Y su
mente volvió, sin quererlo, a aquella otra noche, en que había salido del
trabajo, exactamente a la misma hora y había cogido el coche, aparcado
exactamente en el mismo sitio, y había cogido exactamente la misma avenida,
para ir a casa. Sólo que era otra casa.
Ese día, hacía un año, ella salía del trabajo feliz, porque
en casa la esperaba él. La había llamado hacía un rato, al trabajo, preguntando
qué preparaba para cenar. Ella dijo: "No sé, lo que quieras", como
siempre. El propuso un poco de pasta con salsa pesto y una hamburguesa. Ella
había contestado: "¿No será mucho?", permanentemente a dieta...Y él
había contestado que ya vería.
Entonces, de camino, había visto la colina y la iglesia,
iluminada. Y había pensado qué preciosa era y qué bella era su ciudad, y qué
bella era la vida porque él existía. En ese momento, mirando la iglesia, había
sentido tal plenitud, tanta felicidad, que había tenido ganas de llorar. Había
llegado a casa, aparcado el coche, subido hasta el tercer piso en el ascensor,
abierto con su llave, gritado "Holaaaaaa" y entrado por el largo
pasillo hasta el comedor, donde estaba él, y la mesa puesta. Con pasta con
salsa pesto y hamburguesa. Habían cenado, felices. Habían hablado de su día, contentos.
Con la tranquilidad que tienen los que piensan que la felicidad de ese momento
va a durar siempre.
A pesar de la calefacción del coche, se estremeció de frío.
¿O era miedo?. ¿Cómo podía la simple imagen de esa iglesia llevarla hasta esa
noche, tan lejana no sólo en el tiempo sino en su corazón? ¿De veras había
pasado tan sólo un año desde que sucedió? Siguió por esa calle, sin variar el
rumbo, aún sabiendo que no iba donde debía ir. Siguió tozudamente hacia su
antiguo hogar, sabiendo que le dolería, que le causaría un dolor insoportable,
que no podría apenas soportar la vista de la plaza, del edificio, del balcón
desde la calle.
Llegó hasta el final de la calle, vio un hueco, y aparcó.
Bajó del coche, no olvidó ponerse el abrigo, hacía frío. Obstinadamente, avanzó
hacia la plaza, sabiendo que vería el edificio, porque el edificio seguía allí,
no había desaparecido junto con él. Lo vio, llegó a la puerta. Buscó
maquinalmente en su bolsillo, y encontró unas llaves. Abrió la puerta del
portal y entró. Siguió avanzando por la alfombra, en la portería oscura y llegó
al ascensor. Marcó el tercer piso y llegó al rellano. Salió y se dirigió a la
puerta del final. Sin pensar en lo que hacía, se dio cuenta de que aún llevaba
el manojo de llaves en la mano. Abrió la puerta. El recibidor estaba oscuro, el
largo pasillo también, pero había luz al final, en el comedor. A su subconsciente
llegó el olor fuerte de hamburguesas. Como en un sueño, avanzó por el pasillo,
escuchó el sonido de la televisión al fondo. Llegó y vio la mesa puesta con dos
servicios, los platos, la pasta, la salsa pesto. El agua. El vino tinto. Los
dos vasos. Y detrás, él, sirviendo la comida y sonriéndole: "Qué tarde has
llegado hoy. No me dijiste que llegarías tarde cuando te llamé. Al final he
cocinado lo que te dije. No es mucha comida. Siéntate, hace frío".
Sin habla, se quitó el abrigo, lo dejó caer y se sentó.
Respiró. Un suspiro imperceptible, suave. Por fin estaba en casa.
que misterioso y enganchador
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