Cuando
el Califa llegó a mi vida, como suele
suceder a cualquiera que se empareja, muchas de mis costumbres y rutinas se
vieron alteradas, modificadas y también enriquecidas. Y no puedo quejarme,
puesto que para él el cambio fue mucho mayor. Al fin y al cabo, yo seguía en mi
país y con mi gente y dentro del universo cultural con el que siempre había
mantenido esa dialéctica de amor/odio que todos en el fondo sentimos hacia
nuestras raíces y tradiciones, sin embargo él, por seguir a mi lado, había
dejado atrás tierra y familia, realidades ambas que soy consciente le son muy
queridas.
Pero
yo sé que para mi Califa, lo más
difícil y lo que más añoranza le produce es no estar en Marruecos el mes de Ramadán. Allí durante este periodo el ritmo de vida se altera. No es que
se deje de trabajar o se den vacaciones escolares todo el mes, pero tanto el
horario de trabajo como el de estudios se adaptan a las circunstancias que el
ayuno impone. Así, en Tetuán, antes de la alborada, por las calles de los
barrios pasa un tamborilero que va avisando a los vecinos de que se inicia la
jornada y les queda poco tiempo para tomar los últimos alimentos antes de que
el sol con su salida de comienzo al periodo de ayuno. Durante el día en los
espacios públicos no veremos a nadie comiendo o fumando y todos los
establecimientos como restaurantes y cafés permanecen cerrados. La vida se
desarrolla normalmente, los mercados y zocos rebosan de gente que se abastecen
de productos alimenticios que ni siquiera prueban y, salvo esa abstinencia,
nada es diferente a otros días. Pero a la caída de la tarde en el momento en
que las salvas de cañón que se disparan desde la parte más alta de la ciudad,
calles y avenidas quedan desiertas, los comercios cierran y las pocas personas
que no están en sus casas transitan apresuradamente. Es la hora de romper el
ayuno y, salvo fuerza mayor, no se debe demorar este momento por lo que las
familias están reunidas tomando la nutritiva harira que se acompaña de dátiles y shubbakías. Pero la ciudad no está desierta por mucho tiempo.
Pasada una media hora las calles, iluminadas con festivas guirnaldas de luces,
rebosan de gente, las mezquitas se llenan de fieles, abren cafés y
restaurantes, y el paseo de la avenida se colma de jóvenes y menos jóvenes. Ha
llegado el momento de visitar a amigos y familiares, de compartir cenas y de
que los amigos se reúnan a pasar la noche entre vasos de té. La ciudad,
normalmente solitaria después del último rezo, retoma su animación hasta bien
entrada la madrugada y todo aquel a quien las obligaciones no se lo impiden
vuelve a casa casi a la hora de retomar el ayuno.
Sin
embargo aquí nada indica que ha llegado este mes y cuesta más entrar en esta
energía. En los primeros años de nuestra
convivencia, yo compartía con el Califa
el ayuno (una experiencia que puede resultar muy enriquecedora) y comprendo que
es muy difícil centrarse en él cuando alrededor nada anima a ello, pero también
pienso que es otra forma de practicarlo, más espiritual e íntima, tal vez más
de verdad, ya que, por otro lado, carece de la presión del entorno y nace de la
libertad. Cierto es que el contexto poco apoya, pues, amén de indiferente,
puede llegar a ser hostil, y que, sentimentalmente, es precisamente cuando
llegan las fechas fuertes del año cuando más se echa de menos lo que se ha
dejado atrás. Y es que, si lo comparamos con lo que significa sentarse
alrededor de una mesa con familiares y amigos después de haber esperado todo el
día ese momento, no deja de resultar
triste comer en solitario y casi a escondidas unos dátiles con prisas porque
hay que volver al trabajo.
En
casa, siempre que nuestras ocupaciones nos lo han permitido, durante el mes de Ramadán, el Emir, la Emira y yo,
aunque no hiciéramos el ayuno, acompañamos al Califa a la hora del magreb
para tomar la harira, pues a todos en
casa nos gusta esta sopa tan completa y disfrutamos con los dátiles. Lo que no
siempre tenemos son shubbakías, esos
dulces parecidos a pestiños que ayudan a levantar el nivel de glucosa después
del ayuno. Son una repostería de muy complicada elaboración y hay que tener
manos muy expertas para que queden bien, además es una receta laboriosa y aquí
la Sultana no va sobrada de tiempo, ¡qué le vamos a hacer! Al
menos puedo enorgullecerme de ser, a juicio de ciertos amigos del Califa, una de las pocas personas
españolas que sabe preparar la harira
como si hubiese nacido en la medina de Tetuán, que no es poco, pues esa afirmación, teniendo en cuenta de quién
viene y lo bien que suelen cocinar
muchas marroquíes (aunque hay otras que son un desastre, puedo dar fe de ello),
la tengo que considerar todo un halago.
La
noche 27 del mes de Ramadán es la
llamada Noche del Destino, pues la
tradición dice que fue entonces cuando el Corán descendió al Profeta. Es una noche
especialmente espiritual que los musulmanes pasan en oración, lo que
llamaríamos nosotros una vigilia. El Califa
algunos años ha pasado esa noche en la mezquita, cuando ha habido alguna cerca
de casa, y ha vuelto al amanecer, pero en otras ocasiones le ha tocado vivir
esa conmemoración en solitario.
El día
que finaliza el Ramadán, que es tan
incierto como el del comienzo, pues su determinación se basa en la aparición
del Hilal, o cuarto creciente, constituye
la fiesta llamada Aid al Fitr. Este
día ya no se ayuna y en la mañana se va a rezar temprano a las afueras de la
ciudad. Ese día el Califa tiene la
costumbre de invitarnos a comer y de traer pastelitos y chuches a los Emires. A veces hemos comido con
familias amigas y, ahora que los Emires
son mayores y suelen tener tareas escolares o actividades, si no es posible,
procuramos tener un menú especial en casa, al menos para compensar que no puede
estar tres días de fiesta como cuando vivía en Marruecos.
Tengo
que aclarar que, al ser lunar el calendario musulmán, sus festividades no
siempre caen en la misma fecha del nuestro, sino que van rotando a lo largo de
todo el año. Por eso, en el tiempo que llevamos juntos, hemos tenido Ramadán a principios de primavera, en
invierno, coincidente a veces con nuestras celebraciones de la Navidad con
rupturas de ayunos conjugadas con cenas de Nochebuena o Nochevieja, en otoño y,
como ahora, en pleno verano, que son los más duros por las calores y tantas
horas de sol.