viernes, 8 de marzo de 2013

NO SOMOS EL PROBLEMA



Todos los años parece obligado hablar de las mujeres hoy. Marzo se ha convertido en el mes de las mujeres dada la cantidad de jornadas, charlas, conferencias, manifestaciones, homenajes y demás eventos dedicados a nosotras. Pero a mí me llama la atención que las muchísimas ocasiones que se aborda el asunto una de las primeras palabras que aparece es “problemática”. Es decir, las mujeres no somos una realidad gozosa, el cincuenta por ciento de la humanidad, somos, según esta concepción, un problema.

Pues como estoy harta de que se me considere así, hoy voy a dar la vuelta al argumento porque, aunque tampoco nosotras tenemos la panacea para este desangelado mundo, es evidente que, a poco que observemos la realidad, nos podemos dar cuenta de que las mujeres en multitud de ocasiones somos la solución.

Si no, que se lo digan a tantas u tantas que en el mundo, en lugar de lamentarse, se han arremangado y han tomado las riendas cuando la situación pintaba más que negra: a las amas de casa de las ollas colectivas, a las líderes locales que han conseguido a base de tesón y de lucha que las voces de minorías olvidadas se escucharan, a las madres que no sólo acunan en su regazo y amamantan sino que salen todos los días a buscar un sustento, a las que se empeñaron por estar donde los prejuicios se lo impedían y han demostrado ser tan válidas o en algunos casos más que los varones, a las que se afanan por mejorar las condiciones higiénico sanitarias de sus poblados y aldeas, a las que ganan por goleada a los hombres en ONGs y voluntariados varios,  a las que en tiempos de crisis lo mismo sirven para u roto que para un descosido…

Que se lo digan a Rigoberta Menchú, a Doris Cárdenas, o a Dorothee Sölle.

A Esther Madudu después de haber asistido a una parturienta que gracias a ella no ha pasado a engrosar la estadística africana de mortalidad puerperal.

O a la pequeña pero muy grande Malala Yusafzi con cuya determinación no han podido ni las balas del más cerril integrismo.

A las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, a Somali Mam, a Margarita Salas o a Adela Cortina.

O a nuestras ilustres antecesoras como Hypatia, Juana Inés de la Cruz, Olympe de Gouges, Hildegarda de Bingen, María Zambrano o Clara Campoamor entre tantas y tantas, a veces injustamente sepultadas bajo el polvo de la historia.

Que nos lo digan, en fin, a nosotras, a las que amamos y trabajamos, nos hundimos y nos levantamos, investigamos, enseñamos, creamos, sanamos, sacamos de donde no hay, consolamos, escuchamos, nos enfadamos y nos reconciliamos, hacemos red, nos coordinamos, metemos la pata y la sacamos, entregamos nuestras energías y nuestro tiempo… A las que, en resumidas cuentas, VIVIMOS Y DAMOS VIDA, que es de lo que se trata.

Por eso, por favor, que dejen ya de problematizar nuestros cuerpos y nuestros ritmos, nuestros anhelos y nuestras luchas. No, nosotras no somos el problema. El problema es este sistema injusto, opresor y contrario a la vida que se llama patriarcado y que a lo largo de la historia ha ido tomando diversas caras, revistiéndose de distintos ropajes pero que al final siempre es lo mismo y tiene el mismo significado: unas estructuras deshumanizadas y deshumanizantes que impiden el crecimiento y el desarrollo sobre todo a los más débiles e indefensos.

Nosotras con nuestros compañeros de vida y viaje simplemente somos una parte importante de la solución.




sábado, 23 de febrero de 2013

¿Cómo nacen nuestros hijos?



En estos días pasados de diciembre quiso la casualidad que en un viaje en tren pusieran una película sobre parejas, madres y padres. Qué esperar cuando se está esperando

Siendo sincera, no presté demasiada atención, cuando viajas con niños es difícil salvo que duerman, claro. Pero sí que al final de la película, justo cuando las parejas protagonistas se disponen a traer al mundo a sus hijos, quise saber cómo resolvía el director esta cuestión, incluso con una adopción entre las formas de ser madres de las protagonistas.

Fue toda una sorpresa.

Primero os quiero contar el perfil de las mujeres. Todas son grandes profesionales, mujeres modernas, del mundo actual, que también son madres, no viven la maternidad como una carga ni como un obstáculo, lo viven como algo feliz que va a complementar su vida. Esta es la primera sorpresa. Aún teniendo alguna de ellas problemas en el embarazo -o la imposibilidad de quedar embarazadas directamente- son felices con su estado, son positivas, saben en todo momento que van a ser capaces de ser madres.

No sé si me equivoco... ya digo que no presté atención a la película entera, pero todas las protagonistas eligen un parto vaginal. Es ya en sí una gran sorpresa. Mujeres solventes económicamente, mujeres preocupadas por su físico, por su vida laboral, que sin embargo no se plantean programar su parto.

Y el momento del parto me dejó con una gran sonrisa en el rostro.

Entrar en una clínica en la que no te miran mal, no te tratan como a una enferma, una minusválida, no te ignoran mientras hablan con tu marido, no te alejan de tu pareja dejándote horas abandonada... Digno de mención las habitaciones y camas.

Esas camas articuladas en que ellas pueden dar a luz y pasar todo el parto. Esos médicos y enfermeras amables, sin caer en el paternalismo, animando a la pareja, sin luces ni dramas, sin decorados de quirófano innecesarios.

Recuerdo tres partos, uno de ellos de una mujer que pare tranquilamente, sin grandes dolores, un bebé hermoso y saludable, para sorpresa de todos. Sí, esos partos existen, no son ciencia ficción, de verdad existen esas mujeres. El otro un parto digamos más habitual, una mujer que sufre los dolores de la dilatación y que tiene que esforzarse en traer al mundo a su bebé, siempre ayudada, respetada, sin gritos, sin maniobras innecesarias. Toda una Cameron Diaz en acción.

El tercero me pareció muy curioso. Ella había preparado un plan de parto -sí señoras, un plan de parto- y había expresado su negativa a tener epidural. Pero entre los dolores del parto, sufre un descontrol nervioso y el marido paga a un anestesista -atención también a este hecho: él paga para que el anestesista ponga la epidural- porque ella dentro de su estado nervioso dice que no puede aguantar. Es el único marido que no cree en ella, el único futuro padre que durante el film nos queda claro que es inseguro y vive a la sombra de su padre. Cree más en su dinero y en lo que puede comprar con él. No diré que me pareció agradable, ni que se lo merecía, pero una vez más el director nos sorprende cuando el parto se complica y ella tiene que ser intervenida.

El único parto que termina en parto traumático es aquel que es tratado como un acto médico, con epidural y sacando al bebe de la madre. ¿Cómo es esto posible? ¿Tal vez ese papel que firmamos cuando aceptamos la epidural es más cierto y real de lo que pensamos? ¿Cuándo los pediatras nos van a hablar de los efectos de los medicamentos en el parto sobre el bebé y los ginecólogos nos van a explicar que lo que nos va a ayudar a soportar el dolor puede convertirse en nuestro peor enemigo?

¿No os sorprende todo esto?

¿Es quizá el director un activista del parto respetado?

¿O quizá ahí fuera de nuestras fronteras eso es lo normal y natural?

Más bien esto segundo. En otro países desarrollados las mujeres no compran una intervención quirúrgica para traer al mundo a sus bebés, no paren entre batas verdes y frases paternales, no son alejadas de sus parejas y sus bebés, no son tratadas como adolescentes sin poder de decisión, ni son sometidas a intervenciones quirúrgicas innecesarias para poder alumbrar a sus hijos.

Y todo ello dentro de la seguridad de un centro médico.

¿Para cuando llegará a ser esto lo normal en nuestro país? ¿Cuándo será posible que una película española no muestre un parto entre gritos, cirujanos preocupados, padres paseando solos en pasillos y niños sobre mesas examinados como si estuvieran en un accidente?

A veces la ficción nos muestra el camino a seguir.

Sentí mucha envidia, tengo que confesarlo. Porque aunque yo pude tener a mis hijos sin epidural, no he vivido ese ambiente respetuoso, esa tranquilidad que debían de transmitirnos los profesionales de la sanidad, todo lo contrario, vi caras largas, ceños fruncidos, preocupación... Si bien tengo que dar gracias que mi segundo parto sí fue tratado de forma muy respetuosa para el país en que vivimos y teniendo en cuenta el caso tan complicado que yo presentaba encontré profesionales que apostaron por nosotros, sí sufrí ese miedo trágico que hizo que probablemente ese momento fuera más doloroso y tenso de lo que debía, y por tanto más complicado.

Pero no quiero terminar sin decir algo a todas las futuras mamás. Esos partos existen en nuestro país, hay profesionales que se esfuerzan en darnos un paso normalizado a la vida, en tratarnos con respeto, en estar preparados para cualquier emergencia pero no meternos miedo ni decidir por nosotras. Solo hay que buscar bien, y no, no hace falta pagar, incluso dentro del sistema sanitario público existen estos profesionales que luchan porque el comienzo de la vida sea lo que debe ser: una celebración.

jueves, 14 de febrero de 2013

DAME AGATHA


Me gusta vivir. A veces he estado salvaje y desesperadamente triste, inundada por la pena, pero a pesar de ello no he olvidado que el solo hecho de vivir es algo grandioso.
Agatha Christie

 
Agatha Christie tuvo la idea de escribir su autobiografía en su casa de Nimrud, la antigua ciudad de Calah, Beit Agatha (en árabe, la casa de Agatha). Allí plasmó sus recuerdos de infancia, juventud, sus amores y afectos, su talento como escritora y su visión del mundo, que para ella, dama inglesa de una clase social acomodada en plena época victoriana, fue todo excepto convencional.

 Agatha viajó por todo el mundo en una época en que pocas mujeres viajaban, se enamoró perdida y apasionadamente una vez, del capitán Archibald Christie, su primer marido,  y de una manera más plena y tranquila del segundo, Max Mallowan, prestigioso arqueólogo, que le proporcionó los años más llenos y dichosos de su vida.

 Fue, como ella misma dijo, hija de un matrimonio feliz, y por ello fue doblemente doloroso su divorcio. Sufrió por amor y protagonizó uno de los misterios de su época, su desaparición durante 11 días, nunca aclarada. Ni siquiera en su autobiografía, donde abordó todas las circunstancias de su vida en  profundidad y donde explicó los pormenores de su divorcio, dio pistas sobre ese suceso. Tanto su hija, Rosalind, como su nieto y heredero universal, Matthew, guardaron siempre silencio sobre el tema.

 Como esposa de aviador durante la Primera Guerra Mundial, Agatha no permaneció ociosa. Estudió enfermería y sirvió en hospitales cuidando de los heridos. Durante esa época aprendió sobre drogas y venenos que le serían muy útiles en sus novelas de misterio. Gran estudiosa de la naturaleza humana, elaboró certeros retratos de personajes en sus novelas, tanto policíacas como novelas de diferente temática escritas bajo el seudónimo de Mary Wesmacott.

 Pese a su divorcio, nunca dejó de creer en el amor. Dueña de un espíritu práctico, se rehízo y viajó por el mundo, donde conoció a su segundo marido, quince años más joven que ella. El momento en que él se enamoró de ella nos dice mucho sobre el carácter de esa mujer excepcional: Durante una excursión en jeep por el desierto, se averió su coche y tuvieron que esperar ayuda. Agatha no se inmutó, bajó del coche, preparó té y se quedó dormida. Max le confesó años más tarde que en ese momento empezó a pensar que era maravillosa. Pocos meses más tarde se casaban.

 Ella estuvo, a su vez, enamorada de Asia, adonde viajó después de su divorcio y donde vivió muchos años, como esposa de arqueólogo. Siempre amó esa tierra y a ella y sus gentes dedicó las páginas más conmovedoras de su autobiografía. Los atardeceres rojos en su casa de Bagdad, a la orilla del Tigris, las travesías en el Orient Express, la simpatía y cariño de la gente, la emoción de las excavaciones, el desierto... Durante un invierno en que el matrimonio estuvo separado al quedarse Agatha en Inglaterra, escribió un emotivo libro llamado Ven, dime como vives, un verdadero canto de amor a su marido, donde explicaba anécdotas de las excavaciones y la vida que llevaban juntos.

 En los últimos años de su vida, Agatha fue nombrada Dama del Imperio Británico y cenó con la reina. Profundamente inglesa, fue para ella un momento que vivió con emoción y sorpresa. Gran tímida durante toda su vida, nunca se acostumbró a la fama ni fue consciente de su propia importancia como escritora, a pesar de ser la autora más leída y traducida del mundo.

 Dame Agatha murió plácidamente en su casa en Greenwood, en la campiña inglesa, rodeada de su familia y sus recuerdos. Como ella decía, esperando en la antecámara de la muerte, seguía divirtiéndose, disfrutando de la vida. Hasta el último momento, su gran vitalidad la acompañó en las cosas en las que más se complacía: conciertos, teatro, comida y en especial postres, baños en el mar, libros...Muchas de las cosas de su juventud habían desaparecido, como la amada casa de su infancia, Ashfield, o sus paisajes en Oriente Medio, pero como ella misma dijo en su autobiografía, "todo lo que ha existido, existe todavía en la eternidad".

 

 

lunes, 4 de febrero de 2013

AVENTURAS Y DESVENTURAS DE UNA FAMILIA INTERCULTURAL





Desde que inicié mi experiencia de vida compartida con alguien que vino de “lejos” (y ese lejos mide algo más que la distancia geográfica) he tenido que enfrentar y enfrentarme con tópicos y prejuicios ajenos, pero sobre todo, propios. Convivir en pareja exige siempre un esfuerzo de acercamiento, respeto y comprensión mutuos, y amor, grandes dosis de cariño. Pero cuando esa pareja la constituyen personas que provienen de universos culturales distintos, esas constituyen las palabras mágicas de su peculiar encantamiento, los ingredientes para cocinar jornada a jornada un sabroso guiso que se comienza a elaborar sin receta previa, sin modelos, a sabiendas de que a veces la intuición falla y hay que enmendar el punto de sal, sopesar mejor las especias, y, continuando con la metáfora culinaria, aligerar el fuego para que no se pegue o avivar más la candela para que no quede crudo, sin perder de vista que en algunos momentos harán falta unas gotas de perdón y comprensión para que el resultado final nos deje el aroma de un sabor nunca antes degustado. Y os aseguro que el resultado merece la pena. Enfrentarse al otro, al diferente, no es más que enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestros miedos y fantasmas, a nuestras inseguridades y temores. La persona que consideramos diferente (porque a poco que ahondemos nos daremos cuenta de que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan) nos confronta, para llegar hasta su ser hay que lanzarse sin red, perder los asideros, y no siempre estamos en disposición de ello.

Pude comprobarlo por mí misma en los comienzos de mi relación de pareja. En aquellos años yo me preciaba de conocer bien Marruecos, y de haber contagiado a mucha gente mi pasión por ese país, habiendo llevado a algunas de mis amistades reacias por los tópicos y el miedo a lo desconocido, que si bien partían con la maleta saturada de recelos y desconfianza, volvían con sobrepeso de satisfacciones y bellos recuerdos. Pero lo que no caía en la cuenta era que en realidad el Marruecos que yo conocía no era otro que el de la comunidad española allí residente, el de mi familia, por más que sobre él proyectara una mirada crítica y anhelante de conocer algo más, algo que estuviera exento de ese cierto aire de superioridad mezclado con una forma de apego inexplicable y visceral, de esa extraña mezcolanza entre asimilación y prurito incesante de diferenciación.  Sin darme cuenta, y a pesar de mi afán de conocimiento, yo también caía a veces en esa aberración etnocéntrica y colonial que todo occidental lleva incorporada, por más que nos empeñemos en luchar contra ella. Sin embargo, el conocimiento de esa otra cara oculta, ese paso a través del espejo para conocer la otra parte no la realizaría sino con la inmersión profunda en esa realidad, viviendo y conviviendo con sus gentes, abriendo mi corazón y mi mente a ellos de la mano de mi pareja. Fue sólo entonces cuando traspasé esa simbólica frontera que para mí representaba, en los paseos por la medina tetuaní acompañada de una de mis sobrinas pequeñas, la esquina de la mujer de la hierbabuena, lugar hasta el que me aventuraba en mis correrías, ya que más allá, el dédalo intrincado de callejas se tornaba para mí laberinto inexpugnable.



Ese traspaso simbólico, ese adentrarme en un universo antes tan ajeno a mí, supuso un despojarme, y despojarse no es fácil. Ahí pude darme cuenta de que yo, como todo el mundo, también tenía prejuicios, también podía llegar a incomodarme, a sentir desasosiego ante lo que se salía de mis habituales esquemas mentales, de lo que consideraba convicciones inamovibles. Habitualmente, dado a que nuestra mente está malacostumbrada a pensar en términos binarios, tendemos a ver la realidad compuesta de polos antagónicos e irreconciliables, por lo que solemos entender las identidades culturales en clave de confrontación de antónimos, y todo aquello que no pertenece a nuestro universo, lo entendemos como ajeno y contrario. Así, a lo más que podemos llegar en nuestras relaciones con la diversidad es a una especie de multiculturalismo estanco, en donde cada cual está en su lugar, en su gueto-burbuja, del que es imposible salir, so pena de asimilarse y diluirse en la pérdida de la propia identidad. Desde esta concepción, realidades como las  mal llamadas parejas “mixtas” serían o bien una entelequia condenada al fracaso, pues obligatoriamente deberían pasar por la asimilación de uno de los miembros al otro, o, por el contrario, un atrevimiento inconcebible en virtud del cual sus componentes se verían abocados a vivir en una tierra de nadie, simbólicamente repudiados por sus comunidades de origen. Vistas así las cosas, el multiculturalismo sería una especie de mal menor, una aceptación de la presencia del otro/a, incluso un gusto por sus algunas de sus costumbres consideradas como exóticas, siempre y cuando se quede en su sitio y no traspase los límites tácitamente acordados. ¡Qué rico el cuscús y qué bueno el té con hierbabuena, pero que los moros que se queden en sus barrios y a mis hijos que no les toque ese cole donde hay tantos inmigrantes!

Sin embargo, es posible otra mirada. Desde una visión más amplia que supere los dualismos propios del pensamiento patriarcal y con una disposición más libre al diálogo y la comunicación, “enredándonos”, como antes os decía, en relaciones interpersonales cercanas, que nos hagan oponer ese conocimiento empírico a nuestros propios prejuicios, relativizando todo lo relativizable, que son muchas más cosas que las que pensamos, consiguiendo la amplitud de miras y la humildad suficiente como para aprender unas personas de otras, es como iremos dando pasos hasta llegar a lo que sería la verdadera interculturalidad, que no pasa ni por la asimilación ni por el aislamiento, sino por el mantenimiento de la propia identidad pero tamizada y enriquecida por todos aquellos elementos culturales ajenos que nos sirven para crecer, para llegar a ser seres humanos más plenos y felices. 

Sirva este tocho que hoy os he soltado de introducción de lo que serán nuevas entregas. Prometo no volver a aburriros con extensas reflexiones, porque en ellas os hablaré de mi vida junto al Califa y de las anécdotas de nuestro Emir y nuestra Emira, que os aseguro que algunas son muy jugosas y os harán pasar un buen rato con nuestras aventuras y, ¿por qué no?, también con nuestras desventuras, que alguna ha habido en este caminar de la mano que hace ya bastantes años que comenzó.



sábado, 26 de enero de 2013

Nombre y nacionalidad


Con este artículos comienzo una serie de escritos en los que mi intención es presentar la Convención de los Derechos del Niño dando mi visión particular de ellos con la intención de que se pueda comprender su necesidad.
El texto íntegro de la convención lo podéis encontrar aquí:  Unicef. Convención sobre los Derechos del Niño.

Artículo 7: El niño será inscrito inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos.

Acostumbrados como estamos a vivir en el marco legal de un estado occidental desarrollado legislativamente como una democracia, que históricamente ha evolucionado hacia una sociedad plena de derechos, puede parecer una tontería pensar que es obligatorio que un niño tenga un nombre y una nacionalidad.

Sin embargo para miles de niños esto no viene dado cuando nacen. Muchos niños en el mundo ni siquiera tienen un nombre durante años. Y sin nombre, no eres individuo, no eres nada.

En muchos países se lleva a cabo una labor detallada por parte de las administraciones públicas para conseguir llegar a las bolsas de población desfavorecida y dar a estos niños el marco legal adecuado. Es sumamente importante tener conocimiento de su existencia. ¿Cómo podríamos si no planificar las políticas de educación, prevención sanitaria, integración social necesarias? Si estos niños no existen, nunca recibirán la ayuda del estado para poder vivir con plenos derechos. Hay otros países en que la desidia de las administraciones, de los gobiernos, hacen que recaiga sobre organizaciones no gubernamentales esta labor de búsqueda e identificación de los menores. Este es el caso de algunos países que consideramos desarrollados, pero en los que históricamente los niños no han sido más que meros objetos, nunca ciudadanos de pleno derecho. De esta forma se despoja al niño de toda posibilidad de acceder a una vida normalizada. Estos niños simplemente no existen.

Un niño que no existe, que no tiene nombre, no tiene derecho a la educación, no tiene derecho a una familia, ni siquiera tiene derecho a la sanidad. Es poco más que una propiedad en manos de otro, un objeto.

Lo más me sorprendente es que los niños interiorizan esta situación, la entienden a la perfección y se avergüenzan de ella en muchos casos. Saben que para ellos es imposible salir sin ayuda de su situación.

Y ahí está la lucha de miles de ONGs en darles un marco legal, pero sobre todo un marco humanitario.

Con un nombre somos una persona.

Con una nacionalidad, un ciudadano.

lunes, 14 de enero de 2013

El ángel de los besos



Siempre fue sensible al dolor ajeno, pero cuando fue madre mucho más. Le dolía cuando veía niños pasarlo mal, hasta tal punto que dejó de ver las noticias, de leer los periódicos, de mirar la televisión. Imágenes habían quedado impresas en su mente, y durante años y años varias historias fueron recurrentes en sus recuerdos, como fantasmas que ni el tiempo podía ahuyentar.

Con los años aprendió a vivir con esos sucesos rondándole la mente, a veces los alejaba unos días y otras veces los recordaba hasta que se convertían en algo que podía tragar y digerir durante un rato, hasta la próxima vez.

Un día una amiga le comentó que había visto una niña pequeña, apenas un bebé, con sus padres en un centro comercial. La madre hablaba a la niña con dureza, con crueldad incluso, y se había quedado mal durante todo el día. Normal para alguien que es madre y que es persona, que sufre cuando los demás sufren, y más en el caso de un niño.

Por la noche, amamantaba a su hijo en silencio, en la cama, acostados juntos. Luego se durmieron abrazados y al rato despertó. Le miró, sus rizos suaves, su respiración pausada, sus pestañas rizadas. Le besó, pensando en esa niña que quizá dormía también pero puede que no se sintiera tan feliz, tan segura, tan querida. Y al besarle otra vez, envió mentalmente un beso a esa niña, estuviera donde estuviera, para que aún dormida, lo recibiera y fuera consuelo en medio de sus sueños.

Y dicen que un ángel escuchó ese pensamiento y desde entonces, cada beso que una madre da a su hijo es multiplicado y enviado a todos los niños que sufren en el planeta, mientras duermen, para que sean sanadores y reparadores de daños, para que alimenten sus sueños y den vida a sus esperanzas. Para ser consuelo en medio de la aflicción y crear seres humanos más felices y justos.

sábado, 5 de enero de 2013

LA ILUSIÓN DEL SEIS DE ENERO




Mi abuela me había hablado de él. Era un gorrión que venía todas las mañanas a posarse en los geranios del balconcillo mientras ella desayunaba. Me había dicho que, si me quedaba algún día a dormir y no era muy remolona para levantarme, podría verlo, y para mí, que tenía tres años, aquello era toda una novedad. Por eso aquel ya lejano seis de enero, cuando todos los adultos expectantes me formularon la pregunta de rigor: “¿Quién viene hoy?”, yo no dudé en responder, ante el asombro general, que el pajarito que se posa en las macetas. Poco materialista que era una a los tres años, edad en la que se suponía que ya la visita de sus Majestades de Oriente tenía que hacerme perder el sueño por la ilusión.

Claro que, las Navidades siguientes compensé con creces las expectativas de todos los adultos que me rodeaban, y, olvidado el alado visitante de mi abuela al que, dicho sea de paso, nunca conocí, disfruté como la niña que era con la cabalgata de los Reyes, el montón de caramelos que caían sobre la capucha de mi trenca (que años más tarde me enteré que no provenían de las manos de los monarcas de las carrozas sino de las de mi tía, ¡bendita inocencia!), las mariposas en la tripa que me impedían dormir y el madrugón matutino para correr al cuarto donde la magia de la noche, confabulada con la dedicación de mis padres y parientes, había dejado juguetes y libros rodeados de dulces, ¡ay ese roscón!, e incluso en alguna ocasión una carta de Melchor felicitándome el año, o la cara de Baltasar pintada en un balón de plástico.

Así fue durante algún tiempo, al final del cual fui yo quien volvió las tornas y seguía la corriente a los mayores por eso de no quitarles a ellos la ilusión. Sin embargo, ser la primogénita de cuatro hermanos me llevó a vivirla muy pronto desde la otra orilla: la de ayudar a dar cuerpo a la fantasía de los pequeños. Recuerdo que me sentía mayor ayudando a mis padres a colocar los regalos, que incluso ahorraba durante el año para poner mi detallito a todos y que me sentía recompensada viéndolos a ellos felices.

Por eso, cuando nació mi primer hijo continué con la tradición. Sé que muchos padres hablan de engaño y de mentira y dicen no querer hacer partícipes a sus hijos de algo que consideran una farsa. Evidentemente respeto su postura y no voy a intentar desde estas líneas convencer a nadie de nada. Que cada cual haga con las celebraciones lo que quiera. Es más, yo también me planteé en algún momento esa cuestión, pues si de algo me precio es de, adaptada a su edad y entendimiento, haber siempre intentado decir a mis hijos la verdad, de haber sido honesta con ellos.

Pero con los Reyes Magos me permití una licencia, porque, por otra parte, no consideraba que les estuviera mintiendo. Al menos no más que cuando escribo un poema, o invento un cuento. Y es que hay muchos tipos de verdades: unas son objetivas y hacen referencia a la realidad, y otras, subjetivas, pueden vivir en el mundo de los sueños, en el de la imaginación y la poesía. ¿Quién dice que no existen? No, Melchor, Gaspar y Baltasar no son más que una invención sobre otra invención, que atribuye realeza a unos magoi, de los que no se dice tampoco su número, y que aparecen en un texto que tiene más de teológico que de histórico, pero de lo que no cabe duda es de que la magia del seis de enero existe para quienes la hemos vivido, y que tiene su lugar dentro de ese universo simbólico.

Tengo un amigo que afirma creer a pies juntillas que su primera bici se la trajeron los Reyes. No, no está loco ni nada por el estilo. Es un sensato profesor de secundaria. Pero esa bicicleta, contra todo pronóstico, estuvo en su casa un seis de enero por la mañana de manera casi mágica. Andando el tiempo, ya de adulto, los Reyes le han traído otro tipo de regalos, como una amistad casi imposible. Y me consta que este año también tienen un regalo muy especial para él.

Mis hijos han pasado ya la edad en la que todo prodigio es posible, sin embargo el día de Reyes sigue siendo muy especial en casa, porque, aunque naturalmente esos personajes han pasado para ellos al desván de las fantasías de la infancia junto al Ratón Pérez y Agusa, pervive el espíritu, ese que nos lleva a devanarnos los sesos buscando el mejor regalo para cada uno, el que nos hace jugar a esconder las sorpresas y todavía los manda a la cama con hormiguillas en el estómago y los saca  de la misma bastantes horas antes que cualquier día festivo, para, una vez abiertos todos los paquetes, sentarnos a desayunar el roscón que determinará quién es en esa ocasión el rey de la jornada. Eso sí, carbón nunca ha habido, salvo el que ya de adolescentes nos intercambiábamos de broma mis hermanos y yo, porque nuestros Reyes nos quieren incondicionalmente y no son partidarios de reprimendas o castigos. Además, eso de los niños malos sí que es una mentira y una leyenda urbana.

¡¡¡FELIZ NOCHE DE LA MAGIA Y LA ILUSIÓN!!!